Se la llevaron diez minutos antes de que yo llegara a la planta, quizás nos cruzamos, cada una en el hueco de un ascensor. Yo subía despistada, ella bajaba. Ella, en realidad, es la que subía.
Siempre aparezco en la planta con los auriculares puestos, me los voy quitando mientras mis pasos se acercan acelerados al control de enfermería. Habitualmente hay mucho alboroto, risas, conversaciones cruzadas, en ocasiones suspiros de angustia, de agobio o de falta de tiempo.
Las compañeras que salen se cruzan con las que llegamos y todas tenemos prisa. Nos ubicamos unas al lado de las otras y comienza el cambio de turno. Nos intercambiamos información de los pacientes en un cuarto pequeño, sobre una mesa con sillas altas, a veces ni nos sentamos mientras comentamos las incidencias del turno. A la derecha de la mesa hay un corcho en el que veo una postal de color blanco y que con enormes letras de colores pone en mayúsculas “muchas gracias”. La tomo en mis manos y puedo leer un texto cargado de cariño en el que nos agradecen la humanidad con la que hemos tratado a “su madre Juana”.
Un escalofrío me recorre la espalda y antes de atreverme a preguntar por ella intuyo la respuesta, “Juana se ha muerto, se la acaban de llevar”.
La conocí hace dos semanas. Quince días en un hospital son casi media vida y en especial cuando las circunstancias de los pacientes son tan delicadas que resultan ser los últimos.
A lo largo de los años, las enfermeras desarrollamos un sexto sentido que parece indicarnos cuándo un paciente se está despidiendo de la vida. En ocasiones se aferran a ella, en otras la abandonan con calma, siempre estamos ahí, cuidar en la muerte es parte de nuestro trabajo. Nuestra herramienta profesional es el sufrimiento de las personas y eso no deja de ser doloroso para nosotras, ni siquiera cuando es algo rutinario.
Para ser buenos profesionales debemos aprender a manejar nuestra empatía. Un término medio entre la frialdad absoluta, que nos convertiría en enfermeras sin corazón, y un exceso de vínculoafectivo, que nos convertiría en enfermeras sin criterio para tomar decisiones dolorosas, pero necesarias para el cuidado adecuado de los pacientes.
Era un martes por la mañana cuando entré en la habitación de Juana por primera vez. Vi a una mujer de unos setenta años, con una palidez extrema, dificultad para respirar y con un gesto serio. Su rictus parecía indicar que era una mujer estricta pero amable. Me presenté y me respondió con un acento francés que me resultó muy agradable.
Era la hora de su dosis de antibiótico, de sus inhaladores y de sus pastillas. Ella me preguntaba sobre todos y cada uno de los fármacos que le iba administrando y yo se lo explicaba mientras iba realizando la tareas mecánicas. Le colocaba un sistema de suero, una bomba de infusión, le cambiaba las gafas nasales de oxígeno por la mascarilla de nebulización y mientras, le explicaba en qué consistían los procedimientos y el tiempo que iba a tardar en poder levantarse de la cama, para acudir al baño y poder realizar su aseo.
Le pareció adecuado el tiempo que le proponía antes de poder asearse y agradeció su medicación. Refería sentir una ligera fatiga que seguro que iba a mejorar con la medicación que yo tenía entre mis manos.
Regresé a su habitación unos quince minutos más tarde, para desconectarle el sistema de suero y la mascarilla, y se levantó para ir al baño. Siempre que veo que uno de mis pacientes está fatigado pienso si será adecuado que se levante. Me da miedo que empeoren y les observo con admiración, por la fuerza de voluntad que demuestran cuando quieren seguir siendo autosuficientes para realizar actos tan rutinarios como acudir al aseo.
Para un paciente en esas condiciones es muy común tirar la toalla y dejar que los profesionales seamos sus manos y a veces también sus pies. Pero la mayoría de mis pacientes oncológicos, conscientes de su gravedad, cogen con fuerza su autocuidado como una cuerda que les amarra a la vida.
Juana llegó fatigada del baño y se dejó caer sobre el sillón con la dignidad del soldado, que acaba de vencer una batalla. En ese mismo momento mi compañera le dejaba la bandeja del desayuno sobre la mesita y Juana pedía con su acento afrancesado un poco de agua caliente para poner una de sus infusiones. Las guardaba en su mesita, le acerqué una de sus bolsitas de té y le comenté que a mí también me encantaba tomar infusiones y que adoraba el aroma del café, pero que nunca lo tomaba. Ella sonrió y asintió con la cabeza mientras, metódicamente, iba colocando todos los elementos necesarios para disponerse a desayunar. La dejé mientras trataba de encontrar un poco de orden y paz, en medio del caos que supone una planta de hospitalización, a la hora de los desayunos.
Al día siguiente la noté más animada y con ganas de charlar, mezclaba palabras en francés de vez en cuando y le pregunté la razón de ese descontrolado bilingüismo. Me contó que había vivido muchos años en Bélgica, tiene allí a parte de su familia. Trabajó en una oficina durante treinta años y crió a tres hijos. Hablamos de los chocolates belgas y le pregunté qué tipo de infusiones eran las que guardaba en el cajón.
Nunca sabes qué tema de conversación va a unirte con un paciente, se crean lazos invisibles, que como en la vida personal, te atan a una persona irremediablemente sin saber cómo ni por qué. Una de las partes de mi profesión que más me apasiona, es conocer historias personales de los pacientes. Me gustan las personas, observo los libros que leen, los objetos personales que les acompañan y definen a la vez. Siempre que el tiempo me lo permite, intento conocer quiénes son, fuera de los muros de la séptima planta.
Juana me contó que su mejor amiga, en Bélgica, era una mujer inglesa que le enseñó a amar el té y le explicó qué infusión era la adecuada, según la hora del día. Yo le confesé mi gusto por el arte de los aromas y me definí a mí misma como una sibarita. No soporto esos lugares en los que llaman infusión a un poco de agua caliente con una bolsita arrojada al fondo de la taza. Ella enseguida se declaró miembro de mi equipo de sibaritas y encontramos un tema que nos transportó a alguna experiencia olfativa especial de nuestra vida.
El sentido del olfato es el encargado de procesar olores que determinados elementos desprenden y que el aire nos transporta hasta el interior de nuestro cuerpo, creando experiencias, que antiguamente, nos ayudaban a valorar la calidad de los alimentos o nos alertaba de situaciones de riesgo.
El olfato nos hace caer en brazos de las personas que amamos, sentimos su olor durante la noche, y en la oscuridad, la memoria de su perfume nos abraza. Cuando queremos evocar un aroma, el cerebro, es capaz de hacerlo, desatando en nosotros recuerdos que perduran toda la vida. Creo que todos podemos rememorar olores de nuestra niñez.
Juana y yo empezamos a hablar de nuestros sabores favoritos y lo fácil que era reconocer a un sibarita como nosotras. Siempre olemos el vapor que desprende nuestra taza y hacemos gestos con la mano para acercar ese aroma a la nariz. Somos raras, lo se, eso nos unió.
Reconocimos que a veces una taza de té es un momento de paz interior, de soledad buscada, de momentos de tomar conciencia de un solo sentido. Otras veces es una excusa para una charla, pero en la mayoría de las ocasiones, tomar un té es un momento de soledad.
La favorita de Juana era la infusión de cardamomo, yo nunca la había probado. Me ofrecí a llevarle un poco de esa infusión de mi tienda favorita, pero me dijo que su hijo vendría de Bélgica y le había encargado todo lo necesario para una temporada. Tengo que probar el cardamomo, le dije.
Tuvimos muchas más conversaciones, me hablaba de su familia y me preguntaba acerca de su proceso. No comprendía cómo su cáncer de pulmón le estaba provocando síntomas que nunca había sentido hasta ese momento. Terribles dolores de espalda y una ansiedad que calmaba pidiéndome algún ansiolítico. Me los agradecía con la calidez y la ternura de quien se sabe en manos de la enfermera que acude a la llamada.
Poco a poco le fui administrando morfina para calmarle el dolor y la disnea. Cuando pasaba a preguntarle qué tal se sentía siempre refería lo bien que le venía y lo a gusto que se había quedado. Mi sexto sentido me iba avisando de que su final se iba acercando.
Una tarde cualquiera, de un turno cualquiera, pasé a saludarla al comienzo de mi rutinario paseo por las habitaciones. No me gustó cómo la sentí. Estaba muy agitada, desorientada y luchaba para mantener los ojos abiertos. Seguía afrancesando sus frases pero su conversación carecía del ingenio que la caracterizaba. Supe que su final se podía tocar con la punta de los dedos. Esa tarde ya no merendó su infusión, no podía.
A veces siento la necesidad de huir ante estas sensaciones que me ahogan las garganta como unas garras. Me escapo al cuarto de baño a respirar y encontrar la fuerza suficiente para mantener una sonrisa. Busco la calma suficiente para que, tanto el paciente, como sus familiares sepan que las decisiones que se deben tomar, son siempre basadas en el conocimiento profesional, acompañado de una dosis de la suficiente empatía.
Hay personas que creen que las enfermeras no tomamos decisiones y que sólo ejecutamos órdenes. Esas creencias están completamente alejadas de la realidad. Tomamos decisiones a todas horas y observar al paciente es la base para tomar dichas decisiones.
El fin de la vida de un paciente puede resultar un fracaso para un médico, una enfermera asume de un modo más humano esta situación. Somos conscientes de que debemos cuidar también en la muerte. Eso nos permite detenernos y aún con el nudo en la garganta que nos ahoga, sabemos cuando es necesario llamar al médico, ofrecer a la familia la posibilidad de despedirse y deshacer los nudos de aquellos que tenemos delante, con las explicaciones necesarias, para que vivan ese momento con la seguridad de que su decisión está basada en el amor.
El médico acude a mi llamada y escucha mis explicaciones. No puedo ya calmarle el dolor con los medios que tengo. Se reúne con su familia y se decide iniciar una sedación.
Rompo metódicamente unas veinte ampollas de medicación que poco a poco voy agregando a un suero y entro en la habitación.
Siempre que voy a colocar una sedación, no se porqué razón, mi nudo me permite sonreír, creo que es un signo de calidez. No se si estoy equivocada pero me parece que es el mejor modo de
transmitir tranquilidad a todas las personas que observan ese suero que llevo entre mis manos, que es para ellos el final de una madre, de una tía, de una abuela, de una esposa...
Juana me dijo “estoy muy cansada hoy”. Le dije que le iba ayudar a dormir para que estuviera mejor, nunca se sabe qué decir en ese momento. La promesa de dormir, de descansar, creo que es la más acertada, al menos es lo que yo creo.
Se durmió. Pasé a verla varias veces, hasta que por fin el sueño venció al cansancio y su gesto era plácido y relajado. La dejé acompañada de su familia. Todos pudieron despedirse.
Yo dejé mi uniforme en la taquilla aquel día y salí corriendo. Las puertas automáticas dejan atrás el nudo de la garganta, pero algunas historias siempre me acompañan camino a casa. Soy consciente de que aliviar el dolor es el principal objetivo cuando ya no hay nada más que hacer, pero la levedad de la vida es algo aterrador que aparece en mis pesadillas muy a menudo.
Todos tratamos de acallar esos miedos. Los que tenemos la suerte de entender la fragilidad del ser humano vivimos más intensamente, aunque a veces se nos olvida. La vida nos absorbe con preocupaciones absurdas, pero hay ocasiones en las que nos ubicamos de nuevo en la punta de la ola y nos deslizamos. Unas veces de golpe, otras mecidos por la espuma, pero la caída a tierra es inmediata y recordamos que lo que separa a la vida, de lo otro, es muy fino, invisible y misterioso. Hoy he decidido impedirle a la vida que me absorba, me quiero dedicar tiempo a mí misma, a mis pensamientos, a respirar, a escribir y a dejarme emocionar. He ido a mi lugar favorito, que como todo en la vida, lo encontré sin buscar y me curó alguna que otra herida, usando aromas que se deslizan por mi interior.
He pedido una infusión de cardamomo, por fin podré probarla, Juana. En este lugar es muy fácil recordarte y hacerte un pequeño homenaje. Sirven las bebidas con mimo, cuidan los detalles y entre sibaritas nos entendemos. Tú me habrías entendido.
Por fin me traen esa taza humeante, la acerco a la nariz, creo que me va a gustar tu infusión favorita. Espero el tiempo necesario para que termine de cocinarse esa magia que luego calentará mi boca y mi garganta, salgo a la calle con la taza entre mis manos, ante la extrañeza de la gente, y dejo caer unas gotas de aroma a cardamomo al suelo, a la tierra. Esta infusión es por tí, espero que te llegue su olor, a través del aire, hacia el lugar en el que estás.